A nadie se le escapa a estas alturas que el Derecho es un instrumento del que se dota el Estado (y las clases dirigentes que lo ocupan) a sí mismo para afianzar las relaciones de poder existentes, mantener el status quo y lograr los objetivos que se proponga. O, como diría Karl Marx, “el Derecho es la voluntad de la clase dominante erigida en ley”.
En esta línea, desde los orígenes del
Estado de Derecho, las clases dirigentes han logrado legitimar la
represión (tan necesaria para neutralizar cualquier tipo de amenaza) a
base de su legalización. Las herramientas legales con las que
cuenta son dos, y la que se utilice en un momento determinado varía en
función de la estrategia político-criminal propia de cada gobierno y del
contexto político: (1) el Derecho Penal o represión de alta intensidad,
que se materializa en detenciones y acusaciones por delito, y (2) el
Derecho Administrativo, represión de baja intensidad o “burorrepresión”,
que consiste en sanciones administrativas (generalmente indiscriminadas
y con poca fundamentación jurídica).
En el contexto de las movilizaciones
sociales, el objetivo que se propone cualquier gobierno es evidente:
acabar con la protesta en la calle. Cualquier Ejecutivo desea que sus
reformas no sean contestadas y que pueda legislar en paz, aprobando
cualquier reforma laboral o recorte de derechos sin demasiada
disidencia. Y para ello puede usar cualquiera de las dos alternativas
mencionadas en el párrafo anterior. Históricamente, lo que ha
preponderado en el Estado español ha sido la primera vía, la de la
represión a golpe de porra e imputación penal, propia de un país
autoritario. Sin embargo, esta vía genera mala imagen y los excesos se
pueden evidenciar con relativa facilidad (imágenes de cargas
indiscriminadas, de policías abriendo cabezas a manifestantes, etc.).
Recordemos a Rajoy obligado a dar explicaciones sobre las cargas contra
estudiantes en Valencia desde Londres. Por ello, desde hace un par de
años, hemos asistido a un cambio de mentalidad paulatina, en la que la
Delegación de Gobierno opta, cada vez con mayor frecuencia, por el
camino de la represión de baja intensidad: identificar a los/as que
protestan, en vez de cargar contra ellos/as, y a posteriori mandarles
una multa a casa. Si les llegan dos, tres, o cuatro multas al año de
varios cientos o miles de euros, se les quitarán las ganas de
manifestarse. Eso sí, no deja de reservarse el derecho a hacer uso de la
represión más burda y dura cuando lo considere necesario.
Y es en esta coyuntura actual en la que
el Ejecutivo ha iniciado una profunda reforma de las leyes que
establecen y legitiman los mecanismos represores, para adecuarse al
contexto que vivimos y aumentar la capacidad punitiva estatal (ya que
consideran que con lo que existe en la actualidad no tienen el poder
suficiente como para desincentivar la participación en luchas). Y lo
hace en sus dos pilares fundamentales: la reforma del Código Penal y la
reforma de la Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana o LOSC (encuadrada
dentro del Derecho Administrativo Sancionador).
La reforma del Código Penal, que está en
fase de tramitación parlamentaria, realiza muchas modificaciones que
apuntan a los repertorios de lucha utilizados por los movimientos
sociales en los últimos años: la paralización de desahucios, la
ocupación de sucursales bancarias, las sentadas, la difusión de
convocatorias por redes sociales, la solidaridad con las personas
migrantes, etc; o bien amplían la definición de los delitos que ya
existían, como el de atentado contra la autoridad. También tendrá un
efecto considerable la despenalización de las faltas, toda vez que
algunas de esas conductas pasarán a ser consideradas delitos
(aumentándose de esta manera su rigor punitivo) y que el resto, que
pasarán a considerarse infracciones administrativas (contenidas en la
LOSC), tendrán un régimen menos garantista para los/as sancionados/as.
Y es que precisamente la eliminación de
las faltas viene a justificar la modificación de la LOSC, para incluir
en un texto legal distinto aquellas conductas excluidas del Código
Penal. Sin embargo, y aprovechando la obligatoriedad de esta
modificación, el Ministerio del Interior ha decidido dos cosas muy
importantes: incluir también conductas que antes no estaban sancionadas y
que venían siendo usadas como forma de protesta o herramientas para
denunciar la represión policial, y aumentar las sanciones de la mayor
parte de las conductas que ya se castigaban.
En este sentido, las sanciones anunciadas por insultar a un Policía irán de 1.000 a 30.000 € y por realizar un escrache,
grabar a policías durante su actuación si se considera que compromete
su trabajo o realizar concentraciones frente al Congreso podrán alcanzar
600.000 €. Incluso se ha anunciado que podrá sancionarse algo que antes
no era sancionable: participar en una concentración no comunicada a
Delegación de Gobierno.
No hay que interpretar todos estos
cambios como un mero endurecimiento más, ya que el cambio de concepto
existente es crucial respecto de la estructura de la legislación
vigente: actualmente (antes de la aprobación de la reforma) insultar a
un policía se juzga en un Juicio de Faltas donde, con las – supuestas –
debidas garantías procesales y ante un Juez, debe probarse que
efectivamente ese insulto ha existido. Sin embargo, una vez que se
aprueben las reformas, insultar a un agente se castigará mediante un
procedimiento administrativo, que se traduce en que te llega una carta a
casa diciendo directamente que pagues una multa. La mera palabra del
policía será suficiente como prueba de cargo (ya que en Derecho
Administrativo la autoridad pública cuenta con presunción de veracidad,
lo cual no ocurre en Derecho Penal) y el proceso será resuelto por la
propia Administración, que será Juez y parte. Y, además, si lo ponemos
en relación con la Ley de Tasas que se aprobó hace un año, para impugnar
la decisión de la Administración ante el Juzgado de lo
Contencioso-Administrativo. Esto, unido a la prohibición de tomar
imágenes de la policía en el ejercicio de sus funciones, supondrá el
mayor límite al derecho de defensa jurídica desde 1978.
En definitiva, las últimas reformas que
se están llevando a cabo (del Código Penal, LOSC, Ley de Tasas, Ley de
Mínimos en Huelgas, etc.) buscan sin complejos incrementar el poder
estatal y la capacidad de represión contra cualquier actividad con
contenido de reivindicación política. El único consuelo que nos queda es
interpretar que algo debemos estar haciendo bien, para que lleven a
cabo semejante obra de ingeniería jurídica contra nosotros/as.
Si bien este artículo se ha centrado en cómo estas reformas van a afectar a los movimientos sociales y militantes en general, no queríamos acabar sin olvidarnos de otros colectivos que se van a ver criminalizados con la reforma de la LOSC: (1) por un lado las prostitutas, que podrán ser multadas por ejercer su profesión en parques, cerca de colegios o en la calle cuando pueda afectar la seguridad vial. Esto se traduce en un favorecimiento de los clubes de alterne (ya que reúnen todos los requisitos legalmente exigidos) y en una mayor explotación de estas mujeres, posiblemente en un intento de conseguir que Eurovegas finalmente se estableciera en España. Parece que la jugada les ha salido mal. Que se jodan.www.todoporhacer.org
Por otro lado, (2) la reforma también afecta a drogodependientes, ya que se criminaliza las cundas (taxis de la droga), y cualquier conductor coche que transporte a personas que acudan a un punto de compraventa de droga podrá ser multado. Se trata de una forma de reprimir a adictos/as con la finalidad de alejarles, si así lo desea el gobierno, de los barrios de clase media, apartarles de nuestra vista e invisibilizar esta problemática, a la vez que se revalorizan estas zonas.
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